viernes, 30 de octubre de 2020

Eco y Narciso


 Eco y Narciso

Eco y Narciso

Creada por  John William Waterhouse en 1903, ilustra el relato de "Eco y Narciso".

Júpiter siempre bajaba al huerto para dedicar su tiempo a los coqueteos indecentes con las ninfas. Como conocía las consecuencias que tendría el enfado de su mujer al enterarse, rogó a Eco que entretuviera a su mujer Juno mientras él acometía aquello que más le gustaba hacer. Eco, que era una ninfa muy charlatana y vivaracha, cumplió con su ruego y eso mismo hizo. Entretener a Juno. La diosa del matrimonio (equivalente a la Hera griega) con sus parloteos incesantes que levantaban el ánimo. 

Pero un día, mientras Juno escuchaba encandilada el magnífico relato que escapaba en suaves murmullos de entre los labios de Eco, oyó al fondo la risa de su marido. Quejosa, acusó vilmente a la pobre ninfa de traidora y la condenó a parlotear eternamente, limitándola a repetir las últimas palabras que dijeran los demás. Avergonzada a más no poder, Eco se escondió en lo más profundo del bosque. Allí, descubrió a un joven cazador paseando. Era hermoso. Tras un torpe movimiento por su parte, hizo quebrar una rama con su tembloroso pie, creando un sonido que alertó al muchacho. 
Éste le preguntó:

—¿Quién eres? ¿Por qué me miras?

Eco, al no poder hacer más que repetir sus últimas palabras, al no poder expresar aquel sentimiento que le desquebrajaba el alma, se abalanzó sobre él y lo envolvió en un efusivo abrazo. El cual fue instantáneo y mezquinamente rechazado por parte de Narciso. Tras el desprecio del muchacho, la ninfa se marchitó por completo, no dejando más que su voz repitiendo palabras vacías al viento.

Pero la venganza lo golpeó tan rápido como pudo. Un día, mientras paseaba, se agachó a beber de uno de esos riachuelos de los que su madre siempre le había pedido que se mantuviera alejado. Pero aquél día se encontraba exageradamente sediento. Acercó su rostro al agua cristalina y se quedó petrificado ante el reflejo que le devolvía el agua. Tardó en reconocer la identidad de su propia figura, pues Narciso en sus dieciséis años de vida jamás había contemplado su propia imagen. La razón de esto se limita a años atrás, cuando su madre Liríope había acudido a un vidente que le había asegurado que su hijo viviría muchos años con la única condición de que no viera su propio reflejo.

Pero ya era tarde, Narciso se encontraba iluminado por la imagen de sus ojos verdes y su piel pálida. Mantuvo la cabeza pegada al vaivén del agua día sí y día también. Dejó de comer, de dormir e incluso de beber agua por miedo a destrozar su belleza con el movimiento del agua del charco. Justo antes de morir, junto a su último suspiro, dijo:

—Mi amor es inútil...

A lo que Eco, que siempre se había mantenido junto a él, invisible, repitió:

—Mi amor es inútil...

Y el joven desvaneció su último suspiro, convirtiendo su cuerpo en una flor de intenso perfume llamado Narciso. Representando el aire gélido y orgulloso que desprenden los hombres que solo se aman a sí mismos.